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LEER EL PRIMER CAPÍTULO

Dibujo de la fachada del Hotel Ritz Madrid

«La gran ventaja de los hoteles es que son un refugio perfecto ante la vida doméstica»

(George Bernard Shaw)

Madrid (Viernes 23 de enero de 2015)

I

MUERTE EN EL RITZ

El smartphone del periodista Alejandro Huertas —Alex para los amigos— sonó cuando pisaba la acera de la calle Fuencarral y cerraba tras de sí el portal del edificio donde se encontraba su apartamento. Todavía no había terminado de abotonarse el abrigo y acomodarse la bufanda que llevaba consigo para protegerse de los rigores del frío. El helor de una mañana de enero como aquella en la que el sol también parecía haberse quedado dormido y no estar dispuesto a desperezarse. Miró la pantalla encendida del terminal telefónico y comprobó que era el agente Sánchez quien le llamaba. Vaciló unos segundos antes de aceptar la comunicación. Aún no había podido tomarse un café, ni afrontado la tarea de resistirse a fumar el primer y único cigarrillo del día, para salir victorioso de su empeño, recientemente asumido, por liberarse de la adicción a la nicotina. Y, para colmo de males, seguía sintiendo un terrible dolor de cabeza por culpa de la bebida de garrafa que la noche anterior —seguro— le sirvieron en el antro de la calle La Ballesta, adonde se fue de copas, sin el calor de nadie, cual un llanero solitario. Pero pensó que podría interesarle, y mucho, lo que el subinspector de la Comisaría del Retiro tal vez quisiera contarle. Es verdad que ya hacía tiempo que no le ofrecía un caso auténticamente valioso que no fuera a su vez truculento. Aunque no perdía la esperanza. Y no estaba el panorama de su situación laboral, por cierto, como para dejar escapar oportunidades.

—Dime —respondió, mientras se dirigía hacia la esquina de la Gran Vía para pillar el metro, con el teléfono pegado a la oreja y la mirada concentrada en el trasero de una chica despampanante que caminaba delante suya enfundada en unos ajustados vaqueros.

—¿Dónde andas, capullo? —le preguntó el policía.

—Camino de la redacción.

—¡A estas horas! —La voz de Sánchez se oyó insoportablemente estridente a través del auricular.

—Sí, a estas horas. Se me pegaron las sábanas.

—Eso quiere decir que hubo juerga anoche… —aventuró el subinspector.

—Juerga no diría yo, pero sí que me permití algún que otro desahogo para desestresarme.

—¿Y quien fue la afortunada? —Sánchez no podía evitar experimentar un gran placer recreándose con los detalles morbosos—. ¿Cintia, tal vez?

—De sobras sabes que Cintia y yo lo dejamos hace ya mucho…  Me sentí embaucado… —contestó Alex, y no tardó ni un segundo en arrepentirse de haberlo hecho.

—Todo hombre que se deja timar por una tía se lo tiene más que merecido —sentenció el agente.

—Tal vez, pero ya sabes lo que dice el refrán: sarna con gusto no pica —admitió el periodista—. A fin de cuentas, la vida en cierto modo no es más que un gran timo que aceptamos porque no nos queda más remedio —añadió seguidamente en plan metafísico—. Para vivir, todos necesitamos una buena dosis de autoengaño…

—Bueno, muchacho, déjate ya de filosofía barata y ven a verme enseguida —le apremió Sánchez—. Estoy en el escenario de un posible crimen que estoy investigando y del que me gustaría hablarte.

—¿Qué crimen? —Alex no se hacía muchas ilusiones, pese al entusiasmo que le ponía el subinspector—. ¿El de otro cornudo al que le ha dado por cargarse a su esposa antes de reventarse los sesos? ¿O el de ese bandido de la Mafia de origen albano-kosovar al que le pegaron tres tiros en Recoletos?

—Nada de eso. Te hablo de un asesinato que apenas si ha salido en las noticias. El de un misterioso guiri que apareció muerto en el Ritz el domingo. Ven lo antes que puedas y te pongo al corriente. Vas a flipar…

Sánchez era un tipo curioso con el que Alex mantenía una relación de cordial camaradería desde hacía unos treinta años. Prácticamente desde que se instaló en Madrid y empezó a trabajar para el diario Crónica Zero de la Capital. Una gacetilla de cierto renombre, especializada en la información sobre sucesos con el debido toque de amarillismo, y una pizca de tremendismo, que le brindó la oportunidad de dar sus primeros pasos como reportero y en la que habría de acabar desarrollando toda su trayectoria como profesional. Una carrera la suya, no demasiado brillante, si bien no falta de momentos memorables, que supo labrarse con notoriedad y eficiencia. Aunque, eso sí, sin dejar de soñar nunca con llegar a ser el corresponsal más intrépido de la Sección Internacional del diario de mayor tirada y prestigio del país, mientras se sintió joven. Y con erigirse como el columnista de pluma más incisiva y afilada de la página de opinión de dicha publicación cuando ya la próstata empezó a darle la lata y en la práctica del sexo no le quedaba otra que resignarse al uso cada vez más frecuente del sildenafilo, o algunos de sus competidores en el mercado de los remedios contra la disfunción eréctil.

Se conocían sin saberlo desde mucho antes, pero no se hablaron por primera vez hasta el día que el azar quiso que se encontraran con motivo de aquel atentado cometido por la banda terrorista Eta en la calle José Ortega y Gasset que costó la vida al banquero Ricardo Tejero Magro. El subinspector era uno de los agentes sin galones que patrullaba por aquellos lares cuando se produjo el trágico y luctuoso hecho y tuvo que incorporarse al dispositivo desplegado para controlar el acceso de los chicos de la prensa y de los viandantes curiosos a la zona del incidente. Alex llevaba apenas una semana en la plantilla del periódico, supliendo la ausencia de un redactor en situación de baja por enfermedad, y se hallaba ante el primer caso importante que le tocaba cubrir, de manera que no pudo disimular su bisoñez en el oficio.

Llegó, cámara de foto en mano, y trató de franquear la cinta del cordón policial, a la altura del cruce con la calle Velázquez, colándose por debajo de la misma como perico por su casa, pero el funcionario del cuerpo con el que pocos meses más tarde habría de iniciar una sincera y duradera amistad se lo impidió.

—¡Eh, chaval! ¿Acaso te crees que yo estoy aquí de adorno? —le espetó, subfusil Star Z 70 en ristre, poniéndosele delante.

Alex se disculpó.

—Soy corresponsal de Crónica Zero —dijo al tiempo que buscaba en el bolsillo de su camisa una identificación que no encontraba.

—A mí como si me dice usted que es el mismo ministro. Lo que tiene que hacer es mostrarme su DNI y su credencial.

Tras unas gafas de sol que le daban un cierto aire altivo e intimidador, a lo Clint Eastwood en Harry El Ejecutor, el agente se le quedó mirando fijamente. Como si el rostro de aquel joven periodista que le solicitaba permiso para pasar le estuviera resultando familiar. Tan familiar, al menos, como su acento del sur. Dos ambulancias con la sirena a todo volumen se aproximaban desde Príncipe de Vergara y un helicóptero de la delegación del Gobierno sobrevolaba los edificios de todo el barrio de Salamanca.

Alex empezó a ponerse nervioso, porque, por no encontrar, no encontraba ni su documento nacional de identidad, tanto en sus pantalones como en el interior de su chamarra.

—Con las pri… pri… prisas… olvidé pi… pillar la cartera —tartamudeó excusándose.

—¡No me jodas! —exclamó de repente el policía, encarándosele, después de echarse a un lado, para dejar vía libre a una unidad móvil de TVE, y volver a su puesto—. ¡Tú eres el sobrino de Pepe!

Alex se sorprendió y no supo ni qué decir.

—¡Tú eres el sobrino de Pepe Robles! —insistió el funcionario armado—. Pepe el panadero, de Cazalla de la Sierra. ¿A qué sí?

Alex se le quedó mirando con cara de tonto. Hasta que logró salir de su asombro y fue capaz de contestar afirmativamente.

—Yo soy Fran, el hijo mayor de Bernardo, el transportista de la cooperativa olivarera, que es gran amigo de tu tío, como lo fue de tu difunto padre…

El mundo es un pañuelo. Un pañuelo lleno de mocos, pero un pañuelo, a fin de cuentas. Pensó para sí el redactor jefe de Crónica Zero al recordar aquel lejano diecinueve de febrero de 1985, mientras subía a uno de los vagones del suburbano de la Línea Uno para ir a Sol y desde allí conectar con la Línea Dos en dirección a la parada de Banco de España.

Francisco Sánchez —Fran para los amigos— era un tío alto y corpulento cuya apariencia, como suele ocurrir con la mayoría de los tíos altos y corpulentos, resultaba un tanto engañosa. Y resultaba un tanto engañosa porque escondía tras de sí el alma de bonachón que aquel hombre llevaba dentro. Tan bonachón como para que a Alex todavía le costara a veces hacerse a la idea de estar ante un subinspector de la Nacional y un auténtico Experto en Criminología cuando se encontraba frente a él. A pesar de que llevaban treinta años tratándose. O quizá por esto. Y por saber como nadie de sus interioridades. No es que considerara que su amigo no reunía facultades, cualidades y aptitudes para ejercer de policía y de investigador, sino, simplemente, que, en su opinión, carecía de la malicia y la dureza de carácter que estimaba necesarias como para serlo. Por mucha chulería de la que siguiera haciendo gala, cual el jovenzuelo echado para adelante que fuera en otro tiempo.

Sánchez podía presumir de una admirable hoja de servicios. Había resuelto infinidad de delitos, y si no había conseguido los ascensos que alcanzaron otros muchos de su edad y de su promoción, tras más de tres décadas al pie del cañón, no es porque no los mereciera ni los ambicionara, sino por su incapacidad en cuanto a prestarse a juegos e intereses ajenos a sus funciones de policía. Incapacidad, por supuesto, que, a diferencia de otros, tampoco le permitía lo de pelotear al superior o a los superiores de turno, aun contando con conexión trifásica en la Dirección General, y hasta en la Secretaría de Estado de Seguridad, como para obtener la recomendación que hubiese querido. 

Pero, en realidad, lo más importante y destacable de su persona es que no solo podía tenerse por un tío legal y honrado, tanto fuera como dentro de su trabajo, en particular dentro de su trabajo, sino que lo era. Y, además, se esforzaba con su quehacer diario para demostrarlo, así como para que nadie dudara de ello. Legalidad y honradez que pagó bastante caras, por cierto, cuando se enfrentó a una de las situaciones más difíciles de su vida. La que supuso su complicada y accidentada participación en la investigación de los atentados de Atocha del 11 de marzo de 2004, como consecuencia de las presiones políticas a las que, durante el desarrollo de la misma en los tres días posteriores a la masacre, hubo de hacer frente. Aunque todo aquello era parte de una historia que incluyó episodios de acoso laboral, algún que otro fastidioso pleito, varios meses de baja psicológica, amén de ciertos peligrosos coqueteos con el alcohol, y que ya prácticamente había enterrado en lo más recóndito de su memoria con casi todas sus secuelas. Una leyenda negra, olvidada y perdida en el tiempo, que nadie imaginaba hubiera podido protagonizar aquel cincuentón de físico bien apañado al que muchos compañeros de comisaría en plan coña solían llamar “el George Clooney de Chamartín” y al que adoraban y sonreían todas las mujeres, o casi todas.

Estaba sentado en el vestíbulo cuando franqueó la puerta principal del hotel desde la Plaza de la Lealtad. Arrellanado en uno de los sillones señoriales, estilo belle époque, situado junto a dos majestuosas y llamativas columnas de mármol cromado, hojeando el ejemplar de El Mundo, de esa misma mañana, que llevaba en portada la salida de Bárcenas, el extesorero del Partido Popular, de la cárcel de Soto del Real. Hasta que le vio aparecer y se levantó para saludarle.

—Te iba a esperar en la terraza echándome un cigarro, pero hace un día bastante desagradable… —comentó, después de estrecharle la mano, volver a sentarse e invitarle a que hiciera lo propio.

Alex se desabotonó el abrigo, se aflojó la bufanda y se acomodó en otro sillón a su lado.

—Bueno, desembucha… ¿De qué va esa historia que, según tú, es flipante? —dijo.

—Tomemos un café y te voy poniendo en antecedentes —le respondió el policía.

Ambos, el redactor jefe de Crónica Zero y el subinspector de la Comisaría del Retiro, se dirigieron hasta el bar del Ritz. Una vez en este, se acomodaron junto a una mesa, sobre un flamante sofá color grana liso, que se hallaba pegado a una pared de la que colgaban los retratos legendarios y glamurosos de personajes míticos de la gran pantalla como Sinatra, Richard Burton, Liz Taylor, Ava Gardner, Rita Hayword o James Stuart. Pidieron un cortado largo, el uno, y un manchado, el otro, antes de entrar en materia.

—El pasado domingo apareció muerto en la habitación 321 de la tercera planta un caballero americano… —empezó refiriendo Sánchez, después de tomar el primer sorbo de su taza humeante y secarse la comisura de los labios con una servilleta de papel.

Alex se sentía incómodo por tanto exceso de exquisitez y lujo a su alrededor y por la mirada poco amable que le dedicó el camarero que se ocupó de atenderles. Aunque al mismo tiempo se sentía fascinado. No tanto por la magnificencia de la decoración como por el toque de película que a la estancia en la que se encontraban daban las fotos en blanco y negro de aquellas viejas glorias de Hollywood. Detalle este que solo podía valorar en su justa medida un cinéfilo como lo era él. La verdad es que no había entrado nunca allí, porque jamás había tenido motivo para hacerlo, pero el palacio destinado a hospedaje de la crème de la crème era como se lo había imaginado. Había leído alguna que otra de las leyendas que se contaban sobre la admisión en aquella casa de huéspedes centenaria, poniendo de relieve su carácter aristocrático, superexclusivo, y era evidente que ninguna exageraba.

—…Un tío de mediana de edad, semblante pálido tirando a lívido y una cara rarísima de muñeco feo como la que suele tener todo el que abusa de la cirugía plástica —continuó el subinspector, sin dejar de observar con atención la reacción de su amigo el periodista—. El tipo fue hallado tendido desnudo y boca abajo sobre la cama por una de las señoras de la limpieza. Su cuerpo, que todavía se encuentra en el anatómico-forense y bajo custodia de la autoridad judicial, no muestra ningún signo de violencia. Excepto las marcas de unos pinchazos de jeringuilla, como los que presenta cualquier pobre y vulgar yonqui, en ambos antebrazos. Los análisis llevados a cabo por los muchachos de la científica concluyen que murió como consecuencia de un infarto, después de administrarse una droga, de muy extraña composición, que se autoinoculó, no sabemos si con la intención de matarse, o le fue inoculada por alguien, con o sin su conocimiento, no sabemos si con la intención de mandarle al otro barrio. Aunque mi intuición —apostilló el policía— me dice que no estamos ni ante un accidente ni ante un suicidio.

—¿Se sabe de quién se trata? —preguntó Alex, no muy convencido aún de que aquella historia pudiera suscitar su curiosidad y menos aún la de sus lectores.

—He ahí el quid de la cuestión —le respondió Sánchez cuando se disponía a tomar un nuevo sorbo de su café—. Todavía no hemos podido determinar la identidad del individuo, porque, según hemos podido comprobar, se registró con nombre y apellido falsos. Pero —el subinspector volvió a clavar su mirada en la de su amigo, para deleitarse con la expectación que deseaba despertar en el ánimo de este— si te digo lo que sospechamos… ¡no te lo vas a creer!

—Prueba y lo verás. Por fortuna para mí, la capacidad de sorprenderme aún no se me ha agotado del todo.

Sánchez apuró el contenido de su taza y se tomó unos segundos.

—Te vas a pensar que me burlo —empezó a decir—. Te vas a pensar que me burlo —repitió, para volver a callar otro instante, como sopesando si revelar o no el secreto mejor guardado de aquel extraño caso a su interlocutor.

—Puedes estar seguro de que me voy a burlar me digas lo que me digas —le replicó con ironía Alex, al que ya le reconcomía la impaciencia.

—No te lo puedo asegurar hasta que no tenga en mano los informes y los vea con mis propios ojos, pero, según me ha soplado ya por teléfono un colega del laboratorio…

—Abrevia, cojones, que me va a dar algo…

—El muerto que fue hallado el domingo en la habitación 321 del Ritz podría ser…

—¿Esperas acaso que resuenen los redobles de tambor antes de pronunciar su nombre?

—Podría ser… —hizo una pausa para alimentar el suspense—. Podría ser… ¡Michael Jackson!

—¿Quiéeeennn?

—¡Michael Jackson! ¡El Rey del Pop! —recalcó el policía.

Alex enmudeció primero y después soltó una sonora carcajada.

—¡Déjate de chorradas, Fran, y dime de una puñetera vez quién se supone que es el guiri ese que encontrasteis aquí!

—¡Ya te lo he dicho!

—¿Me tomas por idiota?

—Ya te avisé que ibas a flipar en cuanto te lo dijera…

—¿Cómo habéis podido llegar a esa absurda conclusión y tan rápidamente?

—El dato, como te decía, aún no está confirmado. Se está cotejando su ADN con las muestras de ADN que archivan en sus bancos de datos el FBI e Interpol. Aunque, según me han adelantado, el perfil genético parece que podría coincidir con el que los americanos conservan del menor de los Jackson…

Alex se levantó de su asiento. Se giró sobre sí mismo y miró a su alrededor. Trataba de procesar y asimilar lo que Sánchez acababa de contarle, porque seguía sin creérselo.

—¿Pero eso que me estás contando sobre los bancos de ADN no va en contra de la ley? —observó cuando volvió a sentarse.

—¡Y a ti qué leches te importa si va en contra de la ley o no! —objetó el subinspector—. Lo que debe importarte es si es verdad o no cuanto te estoy refiriendo —añadió tajante—. ¡Y, por mis hijos, te juro que no te miento!

—¿No hay posibilidad de que se hayan equivocado los analistas del Instituto de Medicina Legal o tus colegas polis del otro lado del charco? ¿No podría tratarse de un pariente? ¿Un hermano desconocido tal vez?

—Ya sabes, querido amigo, que el margen de error en esta clase de análisis es prácticamente ínfimo…

Alex se debatía interiormente entre dar y no dar crédito a lo que Sánchez le exponía. ¿Cómo puñetas podía ser aquel tío hallado tieso en el Ritz Michael Jackson si el Rey del Pop llevaba ya muerto y enterrado casi seis años? Claro que inverosímil, lo que se dice inverosímil, no era que lo fuera. Lo mismo la gran estrella afroamericana de la música no falleció en 2009 y lo de su muerte —vete tú a saber— fue todo un montaje. ¿Cuántas veces no se ha especulado con leyendas urbanas sobre gente célebre, ya oficialmente finada, que, no obstante, continuaría gozando de la existencia entre nosotros en el más absoluto de los anonimatos? ¡Cuántas veces no se ha rumoreado, por ejemplo, que Elvis, el Rey del Rock, sigue vivo! Pues igual resulta que con el caso del menor de los Jackson Five ha podido ocurrir algo de eso. ¡Menudo bombazo!

—¿Quién sabe si no se trata de un clon? —dijo por decir algo, al tiempo que empezaba a imaginarse el efecto mediático que podría tener que Crónica Zero de la Capital publicara en primera plana y en exclusiva la primicia. ¡Lo que darían Iker Jiménez y los camaradas de Cuarto Milenio por contar para el programa con un tema como este! Encontrado en Madrid el cadáver de Michael Jackson. ¡No veas qué pelotazo!

—Subamos a la habitación —propuso el subinspector poniéndose en pie—. Allí te doy más detalles —añadió, mientras se acomodaba la americana que vestía y se echaba al brazo la gabardina de la que se despojó cuando entró en el hotel.

—¿No estarás intentando seducirme y llevarme al catre? —bromeó Alex.

—Sesenta euros y la cama aparte… —repuso Fran, siguiéndole la corriente.

—Pues me va a costar más el collar que el perro —contestó el periodista, acompañándose de un cómico resoplido semejante a un cuesco.

Los dos salieron del bar y se dirigieron hacia una suntuosa escalera, adornada con noble y elegante pasamanos, que conducía a los pisos superiores.

—¿Por qué no hemos cogido el ascensor? —preguntó el redactor jefe de Crónica Zero cuando ya habían empezado a subir hacia la primera planta.

—De unos peldaños aterciopelados con tanta clase como estos para hacer un poco de ejercicio no se disfruta todos los días, compañero —le respondió con un toque de humor Sánchez.

Una mujer de esbelta y atractiva figura, tez blanca y cabello pelirrojo, vestida a la última y arreglada y maquillada como una top model o una estrella de la gran pantalla que fuera a someterse a una sesión de fotos para una revista del corazón, una auténtica chica Bond, pensó para sí Alex, se cruzó con ellos en el rellano entre el segundo y el tercer piso.

—Esa tía, muchacho, te ha abierto en canal, te ha devorado con la mirada —le dijo el subinspector a su amigo el reportero, parándose, volviéndose y escaneando de arriba abajo a la deslumbrante señora, después de que esta ya les hubiera dejado bien atrás en su camino. —Me pasa a menudo —replicó el aludido—. La mayoría de las tías suelen fijarse en mí. Es cosa de mi magnetismo personal. Y eso que no soy tan guapo como tú —añadió, acordándose de la escena de una peli de comedia que había visto ya no sabía decir cuándo, antes de prorrumpir en una burlona risotada.